José Bergamín
Al
hablar tenía Juan Belmonte un tartamudeo leve que daba a sus frases un
sentido corto y ceñido, como si torease. Hablaba –dije alguna vez- por
medias verónicas y recortes. Y hasta a veces, hablando, molineteaba. Yo
no lo sabía cuando escribí mi Arte de birlibirloque, refiriéndome a sus
pasos cortos para acercarse al toro, que había “inventado un modo
tartamudo de torear, como Azorín de escribir”. Su modo de expresarse en
el toreo, ciñéndose a su sentimiento propio, en una palabra, su estilo,
era éste, que podía parecernos cortado o entrecortado por la emoción. El
definió admirablemente este estilo suyo personalísimo.
“Para mí”
–no dice Belmonte en el admirable relato que nos hizo de su vida
torera, y con extraordinaria fidelidad transcribió su “evangelista”
Chávez Nogales – aparta de las cuestiones técnicas, lo más importante en
la lidia, sea cuales sean los términos en que ésta se plantee, es el
acento personal que en ella pone el lidiador. Es decir, el estilo. El
estilo es también el torero. Se torea como se es. Esto es lo importante:
que la íntima emoción traspase el juego de la lidia: que el torero,
cuando termine la faena, se le salten las lágrimas o tenga esa sonrisa
de beatitud, de plenitud espiritual, que el hombre siente cada vez que
el ejercicio de su arte, el suyo peculiar, por ínfimo o humilde que sea,
le hace sentir el aletazo de la Divinidad”.
Ese estado de
posesión divina –o diablólica- (el aletazo del espíritu), al que Unamuno
habría calificado de energuménico (como el que él mismo sentía a veces
al escribir, según me contaba en una carta), también lo sentían, a su
modo, el fraternal rival de Juan, Joselito, y su hermano Rafael, el
Gallo. Y creo que los siente todo torero cuando de verdad siente el
torero y no lo simula o traiciona, al falsificarlo, componiéndolo en su
figura como un actor o histrión, cosa harto frecuente. El “se torea como
se es” que nos dijo Belmonte: esa autenticidad del ser torero y de
expresarlo, de decirlo con sinceridad al torear, al hacer el toreo, muy
pocos toreros lo han alcanzado. Y entre esos pocos, tal vez ninguno como
Belmonte y Joselito. Y, claro es, Rafael, el Gallo.
Nos dice
Belmonte (lo he subrayado antes) que lo que importa en el toreo es que
la íntima emoción del toreo traspase el juego de la lidia. Y esto lo
vimos nosotros muchas veces viendo torear a estos tres toreros. En
Rafael, el Gallo, aquel “saltársele las lágrimas a cada pase que daba”,
como él decía después de una de sus mejores faenas: la que hizo en
Madrid a un toro de Aleas el 15 de Mayo de 1912, sino me equivoco. En
Joselito y Belmonte aquella “sonrisa de beatitud”, que decía este
último, con que se expresaba esa “plenitud espiritual”, ese estado de
posesión –divino o diabólico- esa “borrachera o entusiasmo que da el
toreo, como decía Joselito, que traspasa de emoción torera el juego todo
de la lidia”; y que es emoción mágica; que no hay que confundir con la
otra: con la turbia emoción física que puede producir el riesgo mortal
de ser cogido por el toro que corre el torero, y que éste explota,
provocándolo en el público expresamente para hacerse aplaudir de ese
modo; lo que es, como dijimos tantas veces, una especie de pornografía
de la muerte que desvía y niega el juego vivo, el arte de torear.
Todos
los toreros caen alguna vez en ese recurso, generalmente fácil, de
emocionar o asustar al público, para escamotearle el toreo. Pero hay
quienes a esa trampa o truco se dedican enteramente, para mentir el
toreo mismo, simulándolo en provecho propio; porque son incapaces de
torear bien y de verdad. Volvamos a escuchar lo que decía Juan Belmonte
en relación con esto. Hablaba con el escritor López Pinillos
(“Parmeno”), quien nos dejó recogidas estas palabras suyas
admirablemente (como otras de Joselito y el Gallo, y de algunos toreros
más) allá por la gran época de estos toreros, hacia el año de 1917, en
un libro titulado “Lo que confiesan los toreros”. Requiere el escritor a
Belmonte diciéndole: “Hable un poco de su toreo, Juan”… Y este le
contesta: “¡Si no sé! Palabra. Yo no sé las reglas, ni creo en las
reglas. Yo siento el toreo, y sin fijarme en reglas, lo ejecuto a mi
modo” (Soy yo quien subraya).”Eso de los terrenos, el del bicho y el del
hombre, me parece una papa. Si el matador domina al toro, todo el
terreno es del matador. Y si el toro domina al matador, todo el terreno
es del toro. Esa es la fija”. Y si la estética del romanticismo en el
toreo, diríamos nosotros. Y añadía Belmonte: “Y lo de templar, mandar,
parar y recoger… (advierta el buen aficionado esto de recoger), depende
de los nervios del tocador y de la madera de la guitarra”. (Subrayo yo
siempre). “Y de cuando en cuando –añade Belmonte-, el toque no le
disgusta a uno y no entusiasma al público”. (“Yo soy el que sabe cuando
toreo bien” –decía Manolete-. Y el toro, añadiríamos, pero el toro no
puede decirlo). Nos sigue hablando Belmonte: “de los olés y aplausos que
saca” el torero, “si se arrodilla”, por ejemplo –o si junta los pies,
diríamos nosotros (“Cuando quiero engañar al público –le oímos una vez
decir al magistral torero mexicano Armillita-, junto los pies”). Y
explica Belmonte “que siempre se arrodilla uno porque la guitarra no le
deja tocar bien”. Porque no le deja torear bien el toro.
Así
hablaba Juan Belmonte. Para quien el estilo era sentimiento. Como para
Joselito era inteligencia, gracia, don que cada uno trae a este mundo
del toreo, en el que todo lo demás se aprende. Y como para Rafael el
Gallo era estética, sensibilidad. Por eso afirmaba Belmonte, toreando,
las espiritualidad del toreo. Afirmaba siempre el toreo como arte y
juego “de ejercicio espiritual”. A un joven aprendiz de torero que le
preguntaba poco tiempo antes de su fin (estoico fin consecuente con su
vida entera) lo que tenía que hacer para torear bien, le aconsejaba: “Si
quieres torear bien, olvídate que tienes cuerpo”.
Así hablaba,
como toreaba, como vivía, como sentía y pensaba, este excepcionalísimo,
extraordinario torero –y andaluz y español- que fue Juan Belmonte. Al
que diríamos, por tan raro, tan único, tan excepcional en España, torero
andaluz y español –como cristiano Kierkegaard- por contradicción, por
contrariedad. Como es español Don Quijote.
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